El silencio que permite que la violencia contra las mujeres sea un asunto cotidiano

En octubre de este año resonó en los medios de comunicación una serie de noticias relacionadas con las denuncias que muchas mujeres (más de 80) hicieron en contra de Harvey Weinstein por acoso, agresiones sexuales y violaciones. Al ser Weinstein una figura prominente en el mundo del espectáculo, las noticias no sólo se difundieron ampliamente sino que permitieron que una serie de acusaciones similares salieran a la luz pública, creándose así lo que varios llaman el “efecto Weinstein” (sic). Hasta ahora muchas mujeres, y algunos hombres, han denunciado por acoso, agresión o violaciones a varias figuras públicas, entre las que se encuentran Louis C.K., Kevin Spacey, Roy Price, Al Franken, George H. W. Bush y Nick Carter, así como muchos, muchos más que han sido juzgados y, en algunos casos, despedidos.

El “efecto Weinstein” y la campaña en redes que se suscitó con éste (#MeToo y #Yotambién/#AmíTambién en español) evidenciaron una vez más lo que las mujeres llevan tratando de hacer notar desde hace años, mediante marchas, mediante otras campañas en redes (#miprimeracoso es otro ejemplo de esto, pero hay varios más), y mediante otros esfuerzos de denuncia masiva: que el acoso y las agresiones sexuales son tan comunes que han llegado a volverse cotidianas y endémicas.

Los casos denunciados en Hollywood revelan violencia sexual, pero además violencia laboral: en la mayoría de ellos, sino es que en todos, el desarrollo profesional de las mujeres violentadas corría riesgo; lo cual corrobora y ejemplifica el evidente ejercicio de poder (producto de un desbalance del mismo) en cualquier dinámica de acoso, de agresión sexual, o cualquier expresión de violencia por razones de género. Sin embargo, más que sorprender, que indignar, que provocar una reacción que exigiera investigaciones y una eventual rendición de cuentas, las respuestas más difundidas en el mainstream[excluyendo, evidentemente, a los círculos de mujeres y espacios feministas] han sido una combinación de incredulidad, reclamo, justificación y ataques.

El hashtag #NotAllMen ha sido una de las respuestas de hombres, pero también de mujeres, que buscan amparar casos individuales en un intento de protección de lo que algunos han llamado quema de brujas (sic) o hembrismo,1 que lleva dando la vuelta mucho antes del “efecto Weinstein”, pero que volvió a tomar aire. Sin embargo, también se produjeron reacciones y debates en torno a la veracidad de las denuncias y la medida en que las mujeres podrían, o no, haber estado “buscándoselo” por el beneficio que obtendrían; al valor artístico del producto de quien eventualmente es reconocido como un agresor sexual y a la posibilidad de deslindar al arte de la persona;2 y a lo que implica, en términos de interacciones sociales (entiéndase. el cortejo, sic),3 el reconocimiento del acoso en todas sus expresiones.

En términos de narrativa los debates secundarios que acabo de mencionar responden a la necesidad (¿inconsciente?) de preservar las formas socialmente aceptadas de interacción que, evidentemente, privilegian la agencia de los hombres respecto de la de las mujeres. Sin embargo, todos son una desviación del tema principal: lo enraizado que está culturalmente el desbalance de poder –y la expresión de éste– en las conductas [sexuales] de los hombres hacia las mujeres, y la medida en que eso se traduce en violencia.

La reducción al absurdo de las denuncias no hace más que revelar la incapacidad y falta de voluntad que las personas activamente renuentes ante el feminismo tienen de percibir el simbolismo en las interacciones entre mujeres y hombres en un mundo que está atestado de violencia contra las primeras. El intento de justificación del acoso o de las agresiones sexuales con argumentos distractores y paralelos (que si a las mujeres les gusta que las acosen, que si se lo buscan, que cómo vamos a conquistarlas si no podemos ni tocarles la rodilla; que, hombre, antes las cosas eran diferentes, que hay que considerar la producción artística del pobre al que le acaban de arruinar la carrera, y así, ad infinitum) deriva en un tú por tú sordo interminable y desgastante que no aporta ni da soluciones a un problema que nos está corroyendo cual si fuera cáncer.

Ahora, es fundamental considerar un par de cosas para poder dimensionar bien el “efecto Weinstein” –que tanto alarma a un sector de la población incapacitado para reconocer sus privilegios de género y clase– y la pertinencia de los debates generados en redes alrededor de éste, sobre todo desde México. La primera es lo relativo y focalizado que es el triunfo de las denuncias. Time Magazine declaró hace unos días a las mujeres que denunciaron acoso en el mundo del espectáculo, las Silence Breakerspersona(s) del año, declarando que detonaron un cambio cultural que el mundo no veía desde 1960. Sin embargo, Donald Trump tiene acusaciones de acoso y agresiones sexuales idénticas a las de Weinstein y hasta ahora no sólo permanece impune, sino que es el presidente de Estados Unidos. Tanto los Republicanos que decidieron hacerlo su candidato, como todos y todas quienes votaron por él a sabiendas de que es un agresor sexual eligieron tolerarlo o incluso obviarlo. Es decir, la ¿efectividad? de las denuncias permanece, hasta ahora, en espacios y comunidades dispuestas a legitimarlas, por más que éstas lleguen a la luz pública.

Peor aún, cuando el agravio no pertenece a un espacio blico en el sentido en que se difunde mediáticamente; sino en el privado, en espacios laborales, docentes, familiares, las probabilidades de que una denuncia derive en una correcta procuración de justicia son prácticamente nulas, tanto en Estados Unidos4 como, pero sobre todo, en México. Lo que me lleva al segundo punto: en México ni siquiera hemos empezado a hablar de denuncias públicas porque la procuración de justicia no existe (ni en éste ni en otros ámbitos). El escarnio público ha mantenido controlados los escándalos de acoso y agresiones sexuales relacionados a figuras públicas; sin embargo, la ineficiencia, la revictimización y el miedo a las represalias han eliminado prácticamente cualquier intención o posibilidad de denuncia para las mujeres de nuestro país.

Denunciar un acoso o una agresión sexual supone, en México, según la ENDIREH 2017(Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares), superar el miedo a las consecuencias o amenazas, la vergüenza, la falta de conocimiento sobre cómo o dónde denunciar, y la idea de que no te van a creer o van a culparte a ti. Una vez tomada la decisión de denunciar, la esperanza de que se haga justicia, o que al menos se les atienda, es prácticamente nula.5 Por eso no es de sorprender que, aunque el 66.1% de las mujeres (30.7 millones) de 15 años o más en nuestro país han enfrentado al menos un incidente de violencia alguna vez en su vida, solamente el 9.4% presentó una queja o denuncia; sólo 2.2% pidió ayuda a una institución.

¿Podemos dimensionar lo que significa que por lo menos 30 millones de mujeres en México hayan sido violentadas? ¿Y que de éstas sólo 2.2% haya acudido a una institución a denunciar? ¿Y que el gobierno federal sólo hable de 36,414 servicios otorgados en casos de violencia contra las mujeres? La falta de denuncia por parte de las víctimas es producto del escrutinio y juicio social que provoca, pero, sobre todo, de la ineficiencia en los sistemas de procuración de justicia de nuestro país. ¿El resultado? La impunidad, la preservación de la violencia, el silencio. El silencio que en México no han podido romper ni las víctimas ni todos los demás. El silencio que condona la violencia y preserva todos los constructos que permiten que actualmente la violencia contra las mujeres sea un asunto cotidiano.

La diferencia de dimensiones entre los casos de denuncia contra Harvey Weinstein –y sus consecuentes debates– y las expresiones diarias de violencia contra las mujeres en nuestro país es abismal; es casi ridícula. ¿Cómo es que aquí cuestionamos la legitimidad de las mismas denuncias que hicieron las mujeres que acaban de ser nombradas personas del año en EEUU? ¿Por qué nos burlamos de la merma que esta concienciación va a producir en los rituales de cortejo cuando más que conquistar a las mujeres en nuestro país las están matando?

El problema de la violencia contra las mujeres trasciende, evidentemente, las denuncias. Claro, en este país no sólo nos urge fomentar la cultura de la denuncia sino hacer que éstas se vuelvan efectivas. Nos urge reconocer (a todos y a todas) que estructuralmente hay una desigualdad de género que se traduce en violencia, y que cobra vidas todos los días. Nos urge reconocer que el feminismo no intenta acusar individualmente a cada hombre en el mundo de cometer violencia contra las mujeres (excepto a los que sí acusamos, a ustedes no vamos a darles tregua). Sabemos que no cada uno de los hombres es malo ni ha faltado el respeto a una mujer, pero sabemos que la masculinidad como producto cultural de un desbalance estructural es causa de la violencia contra las mujeres. Defenderse sin que nadie los acuse directamente, cuestionar la legitimidad y/o veracidad de las denuncias, desviar el debate hacia el valor de los productos de los agresores, y reclamar el daño (sic) que se está haciendo a los protocolos de cortejo son formas de distraer la atención del verdadero problema. Si no empezamos por darnos cuenta de que este problema está en todos lados y que resolverlo requiere la cooperación de todos, hablar de denuncias va a resultar completamente inútil.

Denunciar es un privilegio de quienes, además de legitimidad, gozan de los medios para protegerse en caso de ser necesario. Denunciar es un acto político. Desafortunadamente, en nuestro país, denunciar es casi inconcebible. Con menos del 10% de las mujeres agraviadas que denuncian, o que por lo menos se quejan, la eficiencia o procuración de justicia es lamentable. ¿Funcionaría mejor denunciar, se procuraría mejor la justicia si más mujeres denunciaran? Tenemos que movernos a un esquema donde esa pregunta no sea válida.

Información Nexos.