Los eventos de enero 20 de 2017 parecían definidos: las encuestas, la opinión pública y una aparente estabilidad en el flujo de la historia en sí se habían alineado para fijar el momento en que una mujer tomaría protesta como presidenta. Un año después, ese liderazgo femenino sigue resonando, pero solo como un sueño afiebrado.
Tras un año de orbitar alrededor de esa bola de fuego naranja en el centro de nuestro sistema (o sea, el Sol… ¿o acaso pensaban en alguien más?), la historia de una mujer a cargo, no solo del ala este de la Casa Blanca, sino del oeste (hemisferio) en sí, ha sido rebasado por un muy diferente triunfo para las mujeres.
La narrativa que muchos pensamos se desarrollaría en un año fue la de una mujer elegida para ocupar el mayor puesto de poder en el mundo. En esa narrativa, la mujer era un sujeto, no un objeto. En el centro de dicha historia figuraba una mujer que encarnaba la voz activa, no la pasiva… alguien definida por hacer cosas con consecuencias, no alguien para quien las cosas se tenían que hacer. Sin importar lo que pienses de esta protagonista, esos fueron los hechos del relato que muchos pensaban que se iba a comenzar a escribir.
Sin embargo, ese relato se tuvo que reescribir. En lugar la nueva línea en la clásica historia (la vieja y fría profesora les gana el poder a los directores de la escuela) que esperábamos, nos llegó un guion diferente. En este, las mujeres son objetos, no sujetos. Hay cuerpos nuevos y frescos que conquistar, carne fresca a la orden de los nuevos Calígulas. (Nunca se me olvidará la imagen de Brett Ratner con su pene en una mano y un tazón con camarones en la otra, una imagen que se perdió entre los relatos de las muchas habitaciones de los hoteles de lujo de Weinstein).
Como siempre, a las mujeres se las caracteriza como una forma u otra, nunca como ambas. Este año pasamos de las alturas del hasta ahora desconocido liderazgo, asexuado y temeroso, al viejo cliché de la víctima sexualizada. Como lo dijo en su momento Chimamanda Ngozi Adichie, al hablar sobre lo que ella denomina «el peligro de la historia simplona»: el problema con los estereotiposno es que estén errados, sino que son incompletos.
Este año, cambiamos una historia incompleta, si bien una que contaba de un poder extraordinario, a otra de víctimas extraordinarias (aunque muy comunes y corrientes en sí). Llenamos nuestros amplios canales de conversación con historias de abuso y acoso, ahogando en ellos a algunos de los hombres más poderosos que le han dado forma a nuestra cultura.
A pesar de que todas esas historias, compartidas de manera valiente por estrellas de la farándula y trabajadoras reales, hayan hecho lo posible por exponer injusticias, de alguna manera se regresan a la vieja costumbre de tener que hablar de qué significa ser una mujer.
La gran victoria pública del feminismo del año pasado ha conseguido dos cosas: hacer que nuestra avance y borrarnos, abrazando nuestros cuerpos dañados a una narrativa sin empoderamiento a la que nos han arrumbado con música de trumpetas. Todos esos gorros rosas de la Marcha de las Mujeres quedaron empacados, y lo que queda es solamente el debate sobre el tema.
Claro que exponer a fondo el abuso y los acosos a las mujeres es un acto revolucionario, sobre todo cuando se hace masivamente, pero también brinda un nuevo sentido de urgencia a la vieja definición de qué son las mujeres.
Esa definición, que incluye la historia de ser objeto de abuso, no puede dar tono a la narrativa que defina, nuevamente, lo que significa ser una mujer: una mujer que puede cuidar su propio cuerpo en cuanto al poder, las políticas públicas y el placer. Ser víctimas y líderes no es algo que se excluye entre sí. De hecho, muchas de nuestras principales lideresas han sido víctimas ellas mismas. Sin embargo, las historias de mujeres victimizadas por hombres poderosos no pueden ser las únicas historias que nos permitan ejercer el poder.
La gran victoria pública del feminismo del año pasado ha conseguido dos cosas: hacer que nuestra agenda avance y borrarnos, abrazando nuestros cuerpos dañados a una narrativa sin empoderamiento a la que nos han arrumbado con música de ‘trumpetas’.
En cierto modo, todas las revoluciones son lideradas por víctimas. Para derrocar al poder se requiere de una victoria de aquellos que no lo tienen. Por ello, sí implica una revolución incendiar y los «vestidores» (o las salas de Consejo, o las salas donde se revisan estrategias y se toman decisiones). Cabe recordar que la victimización sexual ha sido por mucho tiempo un tema paralelo y hasta sinónimo de la voz pública de las mujeres.
De hecho, de esa forma es como la sociedad se ha acostumbrado a escuchar sobre el tema. Mary Beard no es la primera historiadora, pero sí la más reciente y con una voz más fuerte que ha notado este patrón milenario, cuando las mujeres hablan al poder es para condenar su propio martirio por los genitales del hombre, lo cual a menudo ha sido un precedente de su propia muerte.
La violación de Lucrecia, por ejemplo, se convirtió en un recurso para el arte europeo, de Shakespeare a Tiziano y Britten porque, como cuenta el viejo relato, la hija de un prefecto romano acusó al príncipe Sexto Tarquinio de depravación sexual y abuso del poder. Él la atacó brutalmente y luego ella se suicidó.
Debemos aprender a hilar estas nociones y encontrar un fundamento para el progreso a partir de ellas a fin de construir una realidad para hombres y mujeres que refleje nuestra verdad y nuestro potencial.
Este arco narrativo debe revertirse, desde la presa en contra del liderazgo poderoso. Debemos aprender a hilar estas nociones y encontrar un fundamento para el progreso a partir de ellas a fin de construir una realidad para hombres y mujeres que refleje nuestra verdad y nuestro potencial. (Ya vimos un excelente ejemplo de esto cuando Oprah Winfrey habló en los Golden Globes este mes cuando relacionó la violación de Recy Taylor con el radicalismo de Rosa Parks y su propio lugar en el escenario. Esa forma de liderazgo personal elevó los ánimos de la audiencia exigiendo una candidatura presidencial por —sí— otra celebridad de la TV).
Tenemos algo más que romper aparte del silencio: debemos redefinir nuestra noción de lo que las mujeres y los hombres son y cómo podemos compartir no solo nuestras camas y salas de descanso en la oficina, sino el mismo poder.
La narrativa que tenemos que cambiar es tan vieja como la misma historia que queremos contar. Y requiere que las mujeres tomen una postura contra la cual las han condicionado: armar un desmadre. Esto no implica nada más expresarse usando vestidos negros o etiquetas bonitas en las redes, sino abrazar y aceptar esos complicados personajes que siempre decimos que queremos ver.
Nuestras historias requieren matices y contradicciones si queremos en verdad reescribir el mundo, una infinidad de deseos, ambición y furia que sea tan variada como lo somos nosotras.
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